Nunca me han gustado los archivos, mejor dicho, detesto sumergirme en ellos, y cuando me refiero a la palabra archivos, incluyo en el término, armarios, cajones y en general elementos que lleven implícito el orden en su ADN.
La excesiva organización es inversamente proporcional, al placer de sonreír a lo inesperado.
Uno de mis pequeños deleites, es reencontrarme con viejas fotografías, guardadas de forma anárquica, dentro de una caja metálica, que en un tiempo pretérito contuvo un delicioso arsenal de tentadoras galletas de mantequilla.
Anoche estaba enfrascado en ese entretenimiento, mientras el cenicero se llenaba de colillas con la misma intensidad que mis ojos se humedecían por el recuerdo de lo vivido y por la ausencia de los que partieron. El orden aleatorio, me permitía pasar del leve suspiro en blanco y negro, a la amplia sonrisa a todo color. Precisamente una de esas sonrisas, la produjo una instantánea tomada en el tiempo que vivía en Francia, prefiero omitir datos en relación a la población en donde residía, especialmente para evitar consecuencias posteriores; no me gustaría encontrarme, a esta altura de mi vida y después del tiempo transcurrido, teniendo que dar explicaciones, posiblemente embustes, a algún acreedor olvidado o quién sabe si algún esposo ultrajado.
En la foto aparecemos cinco amigos, la flor y nata de la inmigración latinoamericana en tierras galas; el lagarto, el culebra, el chueco, el potro y un servidor, los cinco en actitud casi religiosa, levantando el cáliz de, en esos tiempos, nuestra única fe; el trago.
Cada uno de mis amigos tiene una o varias historias, que dan para escribir toda una saga de novelas, sin duda las tendrían que colocar en las estanterías de ciencia-ficción o esoterismo, de la osada librería que se atreviera a ofrecer esa lectura a sus clientes.
Pero el recuerdo, que es caprichoso y selectivo, se fue a una anécdota que vivimos en carne del potro.
Remigio Guijarro Tzompantli, que así se llama mi amigo, aterrizó desde su Veracruz natal, a mediados de un gélido mes de enero, en la alpina región de la Dauphiné. Como así nos confesó posteriormente, cuando despegó de la Ciudad de México, no tenía ni la más repajolera idea, de adónde iba, ni qué se encontraría, en su arriesgada aventura de estudiar un postgrado en física en un país con un idioma, completamente extraño para él.
Remigio, se pasó los primeros días de estancia en Francia, solucionando un sinfín de obligaciones burocráticas, nada ajenas para los que, como yo, sabemos lo que es vivir lejos de nuestro país. Eso le mantuvo ocupado y hasta que no acabó, no asumió la soledad del recién llegado. Afortunadamente conoció las mieles del Papaya Bar, el centro de reunión, de los hispanohablantes que residíamos en aquella fría ciudad al pie de los Alpes.
Para no hacer el cuento demasiado largo, diré que, en el Papaya Bar, además de rendirle pleitesía a la botella de ron antillano Trois Rivières, manténgase fuera del alcance de los paladares mínimamente educados, teníamos la posibilidad de movernos al ritmo de la música tropical, aferrados con mayor o menor destreza, a algún contorneado cuerpo femenino, en su mayor parte, francesas ávidas de la exótica diversión que proporcionaban, con natural encanto y escasos modales, los varones latinos que acudíamos al local.
Remigio, como el bebé que nace de pie, cayó en nuestro regazo, como el náufrago se aferra al tablón, y por primera vez después de varios días de taciturno rictus, consiguió aflorar la luz a su rostro y el espasmo en su vientre producto del destilado de caña martiniqués.
Estaban los compases de salsa en su máximo esplendor, cuando se acercó a mí una de las francesas habituales en este antro, mademoiselle Valérie Chamrousse, una divorciada treintañera, abogada de profesión, de piel blanca y monedero lleno, que tras su burguesa sonrisa, me preguntó sobre nuestra reciente adquisición en el catálogo varonil del Papaya Bar.
–Se llama Remigio Guijarro Tzompantli –le dije en mi refinado acento francés del sur…de los Pirineos.
–¿Comment? –la mandíbula inferior de mademoiselle Chamrousse, perdió su estabilidad, proporcionándome un estupendo panorama de sus amígdalas.
– Il s’appelle Remigio Guij…le potro, il s’appelle le potro–.
Ni en siete generaciones de francesas damiselas burguesas, posteriores a la Chamrousse, hubieran sido capaces de pronunciar con mediana corrección el nombre y los apellidos de mi amigo mexicano.
Intenté advertir a mi interlocutora, de las dificultades de comunicación verbal que tendría con Remigio, no importó, en un abrir y cerrar de ojos la Chamrousse estaba en la pista de baile, de la mano del potro, en una extraña danza en la que se mezclaban los pasos de minuet y de son jarocho. Instantes después, les vimos entregados a una sorprendente plática, con los decibelios de la música y las dificultades idiomáticas de ambos, todos juramos que, como su baile, deberían mezclar el precio de las acciones de Crédit Agricole, con las quesadillas de chicharrón. Pero el asombro fue mayúsculo, cuando los vimos desaparecer por la puerta del local diez minutos después.
A mis amigos y a mí, sólo se nos ocurrió brindar con el enésimo trago de Trois Rivières al grito de ¡Viva México cabrones!
Acabada la velada salsera, como a menudo hacíamos, nos quedamos en el bar, ya cerrado al público en general, tomando la penúltima y aún atónitos con las dotes seductoras de nuestro nuevo compañero, me río yo de Cyrano, estrujándose los sesos para rimar cuartetos en honor a su amada Roxana, una sonrisa y dos pasos de son jarocho fueron suficiente argumento para seducir a la burguesa abogada de piel blanca y monedero lleno. Estábamos disertando sobre el misterio femenino, ilusos, cuando oímos que aporreaban la puerta del bar, saltamos de nuestras sillas al comprobar que quién lo hacía era el mismísimo potro jarocho, despeinado y en camiseta, cuando la temperatura exterior no debería superar los tres o cuatro grados centígrados. Cuando conseguimos calmarlo, nos explicó que la Chamrousse se había desmayado en la cama, una atronadora ovación por parte de la camaradería fue la respuesta, pero el potro se puso a gritar como loco.
–¡No mamen cabrones, está sacando espuma por la boca!
Remigio Guijarro Tzompantli, tuvo su primera experiencia amorosa en Francia, con una epiléptica, sin saber medicina, sin saber hablar francés y esas experiencias, sin duda, marcan de por vida, él no fue una excepción.
Mi amigo el chueco habló con su esposa, doctora en medicina, quien atendió a la mademoiselle Valérie Chamrousse y por fortuna todo quedó en un simple susto. Nunca sabré qué pasó por la cabeza del potro, cuando entregado a sus embates amorosos, provocó un ataque de epilepsia a su partenaire. Lo que sí sé, es que mademoiselle Chamrousse, se convirtió en madame Guijarro, también estoy seguro, que a pesar del tiempo transcurrido sigue sin saber pronunciar su apellido de casada.
Volví a colocar, por orden de caída, las fotografías en la caja metálica, que alguna vez contuvo un delicioso arsenal de tentadoras galletas de mantequilla, hasta la próxima vez en que pueda sonreír por encontrar lo inesperado.
Ángel Descalzo, 3 de abril de 2013
Jajaja jajaja ¿Y qué somos entonces si no nuestros recuerdos?
Me ha fascinado la manera en que citas a Cyrano… Nada hay mejor para el amor que un mexicano!!!!!!!!
…y alguna mexicana.
Mucho por ese Potro, este estuvo muy divertido aunque me pareció que te comiste una palabra en el párrafo que dice “un amigo el Chueco habló con su esposa, chécalo o dime si yo fui la que no entendí algo… Además siento que sé el motivo por el que escribiste este cuento, no sería por el Sábado que estuvimos viendo las fotos de tu cajita? Si es así, que padre que por mostrarnos las fotos naciera una nueva historia.
Un abrazo.
Lupita.
Todo solucionado, lapsus cálamus
anda que no tienes cuentos para contar ….
…y hasta alguna leyenda
Estas memorias tienen que estar mojadas de ron Trois Rivières para saber tan bien. Deliciosa anécdota.
Sin duda sabría mejor con un ron cubano, pero al pie de los Alpes no había mucho para escoger. Lo importante era con quién compartía esos tragos. Te mando un fuerte abrazo.