(Despedida de un valiente solitario)
—Lo intuí, pero nunca imaginé que ocurriría…
El muro que separa el camposanto de la ciudad siempre fue un lugar al que se mira de reojo cuando pasas subido en el coche camino de vete tú a saber dónde. Aunque de vez en cuando, por circunstancias diversas, debemos detenernos y caminar hacia su puerta para traspasarla.
Esta tarde así lo hice, dejé mi coche en el estacionamiento y me adentré entre esas calles que evocan siempre tiempos pretéritos cargados de recuerdos. Cuando llegué al bloque de nichos que me indicaron en la entrada, con tristeza, comprobé que nadie le había acompañado en su último paseo, los empleados del cementerio estaban tapando el agujero por donde se deslizó el ataúd y si alguien, yo creo que no, estuvo en el adiós, ya se había ido. No merecía tanta soledad en el momento de su despedida, pero al final se fue como había vivido sus últimos años, solo.
Ceferino nació con el dedo índice de la casta sociedad apuntándole directamente por ser fruto el pecado. Su madre, como lo había sido su familia generaciones atrás, eran los encargados de cuidar y mantener el Teatro Principal de la ciudad y la pobre cometió el pecado de enamorarse de un cómico de cuarta que le prometió la luna y acabó desapareciendo con algunas alhajas, medio queso y dos botellas de vino, después de haber gozado con la pobre ingenua en uno de los camerinos del teatro. Cuando ya no pudo esconder más el tamaño de su vientre, su madre, viuda de guerra, dudó si matarla o echarla de casa, pero decidió que al final era lo único que tenía y quien le ayudaba en la tarea de mantenimiento del teatro.
Ceferino, creció entre decorados, tramoyas y miradas de reproche. Nunca fue muy espabilado, la madre naturaleza no fue generosa con su ingenio, excepto en su memoria, todos estaban de acuerdo que fue la penitencia que Dios le había mandado a su madre por el pecado de lascivia.
Cuando la abuela murió, la gerencia del teatro, por misericordia como dijeron todos, le concedió a su madre seguir con las tareas de mantenimiento Los años fueron transcurriendo tranquilos y Ceferino fue creciendo y aprendiendo las labores de mantenimiento del teatro. Pero lo que más le apasionaba era aprenderse de oído los papeles más importantes de las piezas que se representaban cada temporada. Se sabía de memoria los textos de; Segismundo, Hamlet, Frondoso, Romeo, Cyrano y tantos otros que fueron desfilando en aquel vetusto escenario del Teatro Principal.
Hace tres meses el juez dictó que el teatro debería ser derruido por su deficiencia estructural, todos sabemos que su señoría se llevará un buen mordisco por la gestión de los pisos que se venderán en ese solar.
En el año transcurrido entre el cierre del teatro y la sentencia, la enfermedad que fue consumiendo a su madre ganó la batalla, Ceferino se quedó solo y sin nadie ni nada que cuidar. Y lo intuí, pero nunca imaginé que ocurriría. Ayer encontraron su cuerpo acostado en el escenario vestido de mosquetero, dicen que se quitó la vida, pero yo no les creo, estoy seguro de que, con las prisas de ir a ver a Roxana, le emboscaron y le hicieron caer una viga en su cabeza y se durmió recitando el texto de la carta…
Adiós Roxana, ¡voy a morir!…
Esta tarde, amada mía, tengo el corazón lleno de amor no expresado… ¡y voy a morir! Nunca, jamás mis ojos embriagados, mis miradas alegres…
… alegres de amor, no volverán a besar al vuelo vuestros gestos… ¡os envío en esta carta el beso acostumbrado para que, por mí, él toque vuestra frente! Quisiera gritar…
…y grito: ¡Adiós! (*))
El Teatro Principal tuvo la mejor despedida imaginable sobre su escenario y yo camino hacia la salida del camposanto con la promesa de escribir unas líneas de homenaje a uno de esos héroes desconocidos, que pasan cerca de nuestras vidas y sin querer nos dejan poso para siempre.
Adiós Ceferino, adiós Cyrano.
Ángel Descalzo Fontbona — abril 2019
(*) Adaptación del texto original del Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand
Conmueve. Cuántos Ceferinos todavía andan por ahí, así como lo cuenta. Un placer leerlo. don Ángel.