(Pidiendo permiso a Don Antonio Molina)
El cementerio de mi pueblo tiene dos caras que no se conocen, y no es porque estén enemistadas, o es que no tengan ganas de tratarse, no. Simplemente es que el cementerio de mi pueblo, es como muchas personas; tiene una cara amable, limpia, iluminada y llena de fragancias. La otra es triste, descuidada, gris, hedionda y umbría.
Están separadas por un muro, que al igual que los cipreses que rodean todo el camposanto, pareciera treparse hasta el mismísimo cielo, pero con diferentes categorías, como en el tren. La pared que mira al norte, desconchada, plagada de musgo y rotulada con gritos de desesperación. La del sur, blanca encalada que duele en los ojos cuando en los mediodías, los rayos del sol, se dejan caer sabedores de su brinco hacia todos los rincones, cargados de una renovada energía.
El cementerio de mi pueblo, sólo tiene un enterrador, que atiende por obligación el sur y desatiende por precepto el norte. A pesar de eso Juan Simón, en horas libres, siempre procuró regalar unas gotas de su sudor a los suyos, a los que mueren hambrientos de esperanza.
Esta tarde Juan Simón entró por la puerta del norte, empujando con dificultad el carro que llevaba acostada la razón de las lágrimas que derramaban sus ojos. La hija de Juan Simón se fue pidiendo perdón con su mirada, se fue porque no pudo, se fue porque no hubo, se fue porque nació tras la puerta del norte y a las enfermedades, en mi pueblo, se les enseña la salida con unas monedas.
El enterrador cantaba con lamentos de seguidilla, con cada golpe de pala que clavaba en la tierra pedregosa, no permitió que nadie le ayudara, no permitió que nadie le acompañara, en soledad realizaría su labor esa tarde, y así fue, pero antes de depositar su dolor en el hueco de la tierra, cortó un mechón del negro cabello de su hija y lo guardó entre tiritones en su pañuelo.
Cuando la última palada de tierra culminó la sepultura que jamás quiso cavar, su cabeza apuntó al cielo, con las mandíbulas apretadas y temblorosos puños cerrados.
Juan Simón no se fue a casa, rodeó la tapia del cementerio hasta la puerta sur, esta vez no pidió permiso a las santas ánimas para entrar, ni se persignó delante del gran crucifijo de piedra que preside el panteón. Se dirigió hacia el olivo que se eleva en mitad de la plaza central del cementerio, donde él se sentaba junto al sudoroso botijo a liarse un cigarrillo de picadura. Allí cavó lo suficiente para entregar su pañuelo, para dejar depositado para siempre su doloroso grito de desesperanza.
El cementerio de mi pueblo tiene dos caras que no se conocen. El cementerio de mi pueblo, tiene ahora un solo ángel, para sus dos almas.
Ángel Descalzo, 7 de mayo de 2013
Precioso! Angel, triste y cierto, creo que cada vez me gusta más lo que escribes.- Estos cuentos cortos están fabulosos, pero creo que hasta ahorita éste es el que más me ha gustado, un día lo comentaremos, me encantaría.
Lupita.
Muchas gracias Lupita, ciertamente es triste, como la vida lo es muchas veces. Tenía ganas de dedicarle un relato al dolor, para que después duela menos.
Cuando sabemos transmitir el dolor de esta forma tan poética, seguramente podemos procesarlo mejor cuando nos toca vivirlo. Felicidades. Muy conmovedor.
Lolita.
Gracias Lolita, como bien dices hay que procesar el dolor de la mejor forma posible, para que después saboreemos más intensamente los momentos felices.
Desde luego en la viña del señor tiene que haber un poco de todo. Me gusta a pesar de encontrar en tan poco blanco y negro tanta tristeza y dolor juntas. Que da igual cuantas veces pases por un proceso igual o parecido, la intensidad del dolor siempre va a ser el mismo y la tristeza se arrastra de la misma manera que la primera vez…..
Muchas gracias Paula, los dolores son personales e intransferibles y hay que tomarlos como llegan, lo importante es levantarte de nuevo y seguir la marcha con la cicatriz bien cerrada, aunque la cicatriz quede siempre… pero cerrada.
ahi te doy toda la razón, ademas de que siempre lo que queda es el polvo sacudido…..
Así debe se ser…
Oye la historia que contome un día el viejo enterrador de la comarca… Aunque «Bodas negras» del poeta venezolano Carlos Borges y del músico cubano Alberto Villalón toca otro tema, rayano en lo macabro, este cuento con alma de poema me lo recordó. Usted provoca reflexiones muy interesantes con su lectura. Saludos calurosos de un admirador cubanosueco.
Muchas gracias Ernán, este relato está basado en una copla española que siempre me hizo reflexionar sobre uno de los dolores del alma más grandes. Y me inspiró estas lineas.