360º (Microrrelato surrealista)

sirena-copenageLa sirena cautiva vomita pulpos de siete patas en la taza del váter, el miedo no sabe de matemáticas.

Tras un estruendo, la concha se abrió y un ejército de langostas de una pinza, irrumpió para zafarla del único eslabón de su cadena.

Nadaron toda la noche, hasta que se creyeron a salvo, la esperanza había hecho novillos en sus clases de geografía.

 

TAHÚRES DE BATA BLANCA (microrrelato)

El cabo Hopkins repartía las cartas con la izquierda. No importaba, al fin y al cabo en el hospital de campaña, los tahúres tuvimos que dejar abandonado nuestro manual de estilo junto a su mano derecha sobre la cárdena arena de Omaha Beach.

Ligábamos los juegos, gracias a una colección de cromos de las más hermosas Pin-ups.

En Las Vegas nunca conocerán el placer de ganar una partida, con un póker de Betty Grables.

 betty grable

FOROS, DANZONES Y PUERTOS.

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Una extraña sensación de vacío me inundó, mientras la camioneta enfilaba la carretera en dirección a Xalapa, la que nos llevaría de vuelta a la Puebla de los Ángeles.

Atrás quedaron tres inigualables días; de Fórum, de Danzón y de Puerto, en los que tuve la oportunidad de asistir a un derroche de sabor, de elegancia y de belleza.

EL SABOR DEL FORO.foro-romano

Para los antiguos romanos el forum, era la plaza en donde se trataban los negocios públicos y donde el pretor celebraba los juicios. Al entrar en el gran espacio que ofrecían los Salones Ulúa del World Trade Center de Boca del Río, tuve la sensación de acceder al mismísimo foro de la Roma imperial, o de mi añorada cuna, la Tárraco Scipionum Opus. El ordenado bullicio que recorría el piso del salón, no tenía nada que envidiar al que, dos mil años atrás se desarrollaba en las urbis a orillas del Mare Nostrum. Abrazos, besos y sonrisas, se mezclaban con naturalidad a ritmo de once tiempos, con las conversaciones que se exponían, de palabra en las mesas y de movimiento en la pista.

El negocio que se trataba en este foro, no tuvo discusión, ni regateo, las manos se estrechaban fundidas, sabedoras que el fin común que se buscaba era la felicidad, el goce, el dejar que la noche acogiera con su manto a todos los presentes y nos transportara a un lugar en el que espacio y tiempo tomaron su asueto.

El pretor que dirigía el foro, esta vez cambió la toga de juez, por el smoking de anfitrión, casi dos metros de amable sonrisa que a nadie le fue negada, siempre tuvo tiempo de detenerse para regalar su cordial presencia a patricios y plebeyos.

El domingo el foro cambió su ubicación, reventó su techo para dar entrada, primero al sol y más tarde a las estrellas, en el zócalo de Boca del Río. El aroma a perfume y charol de las noches anteriores, se transformó en fragancia a flores y a sal. El baile se trocó húmedo, mostrando nuevos matices que enriquecen el universo danzonero. Ese aroma a sal húmeda, se fue convirtiendo en sabor, hasta colmar las papilas de los danzantes, hasta henchir mi sentido y es ese el recuerdo que caló más profundamente dentro de mí. El foro me supo a sal húmeda, el sabor del Fórum tiene la esencia del mar.

LA ELEGANCIA DEL DANZÓNDANZON VERACRUZ

Mucho se ha hablado y escrito sobre la elegancia, y no voy a ser yo quien siente cátedra sobre este asunto, entre otras cosas porque no tengo ni los conocimientos, ni el caché suficiente, para meterme en estos berenjenales. Sin embargo hay algo en lo que siempre he creído. Si bien la elegancia es subjetiva, hay una serie de valores que nos hacen apreciar, la distinción, el garbo, el atractivo en lo que se nos presenta delante y, a mi modo de ver, el danzón reúne cada uno de esos calificativos.

En Boca del Río, tuve la oportunidad de disfrutar las diferentes maneras de crear la elegancia a ritmo de danzonera. Los movimientos de las parejas evolucionando por la pista, la particular danza de los abanicos, el matemático respeto a los compases, formaban un atmósfera redonda, en la que lo vulgar quedó al margen, lo prosaico no tuvo cabida en ese espacio, sólo participaron las diferentes elegancias, las que crearon las jóvenes jarochas, con los maduros tapatíos, las que compusieron los maestros oaxaqueños y los alumnos norteños, las que disfrutaron todos los venidos de cada rincón de la república, y hasta incluso las que intentamos plasmar los que llegamos allende los mares.

Algo aprendí en esos días de danzón en Veracruz, que quedará grabado a fuego en mi memoria: la elegancia no es patrimonio de nadie, pero el danzón es patrimonio de la elegancia.

LA BELLEZA DEL PUERTOpuerto veracruz

Qué voy a decir yo de un puerto, que nací en uno. Amo los puertos, los colores, los sabores, los olores, hasta sus hedores, forman parte de mi vida. Veracruz es mi válvula de escape. Para un costeño como yo, no es siempre fácil vivir a dos mil metros de altitud, por eso cuando en este viaje llegaba a Veracruz, se activaron en mí una serie de resortes que se mantienen agazapados en el altiplano. Mi corazón empieza a bullir al sentir los primeros olores a sal yodada y vuelvo a ser el niño que jugaba entre estibas y sogas de amarre.

Así fue como lo sentí ese fin de semana, y es que Veracruz me regala esas sensaciones, como la de sentirme en un mundo cosmopolita, donde no se pregunta por el color del pasaporte. El danzón tiene esa misma propiedad, y así lo pude corroborar en Boca del Río, nadie se siente extranjero en el universo danzonero. El danzón es cosmopolita, porque nació cerca del mar, porque nació mestizo. Por eso bailar danzón en Veracruz, y que me perdonen los del interior, aporta ese plus a la danza que regala la orilla del mar, que regala en fin, la propia belleza de la costa jarocha.

Una extraña sensación de vacío me inundó, mientras la camioneta enfilaba la carretera en dirección a Xalapa, la que nos llevaría de vuelta a la Puebla de los Ángeles.

Atrás quedaron tres inigualables días; de Fórum, de Danzón y de Puerto, en los que tuve la oportunidad de asistir a un derroche de sabor, de elegancia y de belleza.

Ángel Descalzo, 14 de mayo de 2013.

LA HIJA DE JUAN SIMÓN

(Pidiendo permiso a Don Antonio Molina)

antonio molina

El cementerio de mi pueblo tiene dos caras que no se conocen, y no es porque estén enemistadas, o es que no tengan ganas de tratarse, no. Simplemente es que el cementerio de mi pueblo, es como muchas personas; tiene una cara amable, limpia, iluminada y llena de fragancias. La otra es triste, descuidada, gris, hedionda y umbría.

Están separadas por un muro, que al igual que los cipreses que rodean todo el camposanto, pareciera treparse hasta el mismísimo cielo, pero con diferentes categorías, como en el tren. La pared que mira al norte, desconchada, plagada de musgo y rotulada con gritos de desesperación. La del sur, blanca encalada que duele en los ojos cuando en los mediodías, los rayos del sol, se dejan caer sabedores de su brinco hacia todos los rincones, cargados de una renovada energía.

El cementerio de mi pueblo, sólo tiene un enterrador, que atiende por obligación el sur y desatiende por precepto el norte. A pesar de eso Juan Simón, en horas libres, siempre procuró regalar unas gotas de su sudor a los suyos, a los que mueren hambrientos de esperanza.

Esta tarde Juan Simón entró por la puerta del norte, empujando con dificultad el carro que llevaba acostada la razón de las lágrimas que derramaban sus ojos. La hija de Juan Simón se fue pidiendo perdón con su mirada, se fue porque no pudo, se fue porque no hubo, se fue porque nació tras la puerta del norte y a las enfermedades, en mi pueblo, se les enseña la salida con unas monedas.

El enterrador cantaba con lamentos de seguidilla, con cada golpe de pala que clavaba en la tierra pedregosa, no permitió que nadie le ayudara, no permitió que nadie le acompañara, en soledad realizaría su labor esa tarde, y así fue, pero antes de depositar su dolor en el hueco de la tierra, cortó un mechón del negro cabello de su hija y lo guardó entre tiritones en su pañuelo.

Cuando la última palada de tierra culminó la sepultura que jamás quiso cavar, su cabeza apuntó al cielo, con las mandíbulas apretadas y temblorosos puños cerrados.

Juan Simón no se fue a casa, rodeó la tapia del cementerio hasta la puerta sur, esta vez no pidió permiso a las santas ánimas para entrar, ni se persignó delante del gran crucifijo de piedra que preside el panteón. Se dirigió hacia el olivo que se eleva en mitad de la plaza central del cementerio, donde él se sentaba junto al sudoroso botijo a liarse un cigarrillo de picadura. Allí cavó lo suficiente para entregar su pañuelo, para dejar depositado para siempre su doloroso grito de desesperanza.

El cementerio de mi pueblo tiene dos caras que no se conocen. El cementerio de mi pueblo, tiene ahora un solo ángel, para sus dos almas.

Ángel Descalzo, 7 de mayo de 2013

CON LA CABEZA BIEN ALTA (microrrelato)

(Con mi cariño, para la Plataforma de Afectados por la Hipoteca)Antique_Toilet1 (1)

 

—¡Calla y arregla de una vez la cisterna del váter, que gotea!

—Me callo, pero tu obsesión de poner la otra mejilla, la estás llevando demasiado lejos Herminia.

—No es obsesión, así nos educaron nuestros padres, siempre con la cabeza bien alta.

—No se lo merecen Herminia, no se lo merecen.

—Tienes razón, pero aunque no se lo merezcan, entregaremos la casa como Dios manda.

—¡Ay! ¿Por qué se nos ocurrió firmar el dichoso aval?

—No me vengas con esas ahora Remigio, sabes perfectamente que por nuestros hijos, lo volveríamos a hacer.

Ángel Descalzo, 13 de Abril de 2013

¿LOS RECUERDOS?… CON SIFÓN POR FAVOR.

sifonHay imágenes, incluso escenas completas, que se esculpen en la memoria a golpe de cincel, y permanecen allí, inmunes a la erosión del almanaque. No son recuerdos de esos con los que nos despertamos cada día, como la primera vez que nos enamoramos, no. Pero son de los que a pesar de los años que transcurren, están siempre ahí, agazapados, a la espera de un pequeño estímulo que los hace aflorar.

Un sonido, un olor, una palabra, pueden ser el detonador para que, acompañados de fanfarrias y timbales, hagan una entrada triunfal en nuestro consciente…

Una de esas evocaciones, en mi caso, es el sonido del sifón de soda, el gorgoteo del líquido emanando por la boquilla; la perfecta onomatopeya del silencio, es el resorte que me traslada, a mi infancia, de la mano de mi tío Luciano, al bar del Maño.

Entrar en esa tasca, suponía para mí, el mismo efecto que me proporcionaban las aventuras de Los Cinco, a Enyd Blyton le debo mi amor por la lectura.

Era ingresar en un universo fascinante, asombroso, en el que se mezclaban los olores pringosos, con las blasfemias persignadas, las toses de picadura liada y la falsa carcajada de algún corazón roto.

Mi tío Luciano, que era respetado por todos los que acudían a aquel centro de refugiados del porvenir, me llevaba de la mano hasta alguna mesa, no siempre era fácil encontrar una libre, en ellas se prodigaban épicas timbas de tute, en las que se cantaban las cuarenta, con naipes barnizados en mugre, donde los grasientos y ajados dedos de los tahúres, quedaban aferrados como garrapatas ebrias de sangre.

Uno de aquellos personajes, ejercía en mí una atracción casi reverencial, José Ribelles Granados, por todos conocido como Toro Sentado.

Toro Sentado era el prototipo de estibador portuario, pero a mí me parecía estar delante del auténtico Long John Silver en su taberna de Bristol. La diferencia es que este pirata no tomaba ron amorrado a la garrafa, el mío se emborrachaba con vermut rojo, por supuesto con sifón.

Nunca supe a ciencia cierta, el porqué de su apodo, unos decían que por el tono cobrizo de su piel, otros aseguraban que porque cuando se anegaba de alcohol, declamaba en el lenguaje de los sioux, ya que nadie le entendía, pero los más atrevidos, juraban en voz baja, que el sobrenombre se lo habían puesto por los cuernos que le pintó su mujer, cuando se fugó con un marinero polaco. Toro Sentado tenía en su mirada esa mezcla de dureza y melancolía, propia de los antihéroes, ese sabor intensamente amargo, de los que han vivido mostrándole la dentadura al mundo y escondiéndole el llanto a su soledad.

A Toro Sentado le enterraron el mes pasado, se fue de este mundo de viejo, pero se había muerto hace muchos años, cuando lo bautizaron con el apodo del jefe indio, cuando se dejaba el futuro en las mesas del bar del Maño, cuando a chorro de sifón en el vaso de vermut rojo, escondía la herida profunda de la traición.

En mi memoria siempre será mi Long John Silver particular, la mirada dura y melancólica que me sirve de inspiración cuando imagino el antihéroe de mi próxima novela.

No tengo vermut rojo para poder brindar por todos los personajes del bar del Maño, por mi tío Luciano que me abrió la puerta de ese mundo, pero tengo sifón, y cuando accione la palanca para llenarme un vaso, escucharé esa música evocadora, esa perfecta onomatopeya del silencio, que me transportará de nuevo a ese universo fascinante, asombroso, en el que se mezclaban los olores pringosos, con las blasfemias persignadas, las toses de picadura liada y la falsa carcajada de algún corazón roto.

Porque en mi caso, ¿los recuerdos?…con sifón por favor.

Ángel Descalzo, 10 de abril de 2013

PINALOCOTECA (microrrelato)

el caballero de la mano en el pecho—¡Y tú para de leerme la mente, maleducado! O ahora mismo te borro la mano del pecho y la pinto sobre tus ojos —susurró hacia su frente señalando con el dedo índice.

El nuevo vigilante de la sección de pinturas de El Greco, se le iba a acercar, pero un compañero más veterano se lo impidió tomándole del brazo.

—No te preocupes, cada día lo verás por aquí, ayer se creía Goya y regañó a Saturno por mirarle el escote a una turista.

Ángel Descalzo, 6 de abril de 2013

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EL POTRO JAROCHO

Nunca me han gustado los archivos, mejor dicho, detesto sumergirme en ellos, y cuando me refiero a la palabra archivos, incluyo en el término, armarios, cajones y en general elementos que lleven implícito el orden en su ADN.

La excesiva organización es inversamente proporcional, al placer de sonreír a lo inesperado.

Uno de mis pequeños deleites, es reencontrarme con viejas fotografías, guardadas de forma anárquica, dentro de una caja metálica, que en un tiempo pretérito contuvo un delicioso arsenal de tentadoras galletas de mantequilla.

Anoche estaba enfrascado en ese entretenimiento, mientras el cenicero se llenaba de colillas con la misma intensidad que mis ojos se humedecían por el recuerdo de lo vivido y por la ausencia de los que partieron. El orden aleatorio, me permitía pasar del leve suspiro en blanco y negro, a la amplia sonrisa a todo color. Precisamente una de esas sonrisas, la produjo una instantánea tomada en el tiempo que vivía en Francia, prefiero omitir datos en relación a la población en donde residía, especialmente para evitar consecuencias posteriores; no me gustaría encontrarme, a esta altura de mi vida y después del tiempo transcurrido, teniendo que dar explicaciones, posiblemente embustes, a algún acreedor olvidado o quién sabe si algún esposo ultrajado.

En la foto aparecemos cinco amigos, la flor y nata de la inmigración latinoamericana en tierras galas; el lagarto, el culebra, el chueco, el potro y un servidor, los cinco en actitud casi religiosa, levantando el cáliz de, en esos tiempos, nuestra única fe; el trago.

Cada uno de mis amigos tiene una o varias historias, que dan para escribir toda una saga de novelas, sin duda las tendrían que colocar en las estanterías de ciencia-ficción o esoterismo, de la osada librería que se atreviera a ofrecer esa lectura a sus clientes.

Pero el recuerdo, que es caprichoso y selectivo, se fue a una anécdota que vivimos en carne del potro.

Remigio Guijarro Tzompantli, que así se llama mi amigo, aterrizó desde su Veracruz natal, a mediados de un gélido mes de enero, en la alpina región de la Dauphiné. Como así nos confesó posteriormente, cuando despegó de la Ciudad de México, no tenía ni la más repajolera idea, de adónde iba, ni qué se encontraría, en su arriesgada aventura de estudiar un postgrado en física en un país con un idioma, completamente extraño para él.

Remigio, se pasó los primeros días de estancia en Francia, solucionando un sinfín de obligaciones burocráticas, nada ajenas para los que, como yo, sabemos lo que es vivir lejos de nuestro país. Eso le mantuvo ocupado y hasta que no acabó, no asumió la soledad del recién llegado. Afortunadamente conoció las mieles del Papaya Bar, el centro de reunión, de los hispanohablantes que residíamos en aquella fría ciudad al pie de los Alpes.bouteille-de-rhum-trois-rivier

Para no hacer el cuento demasiado largo, diré que, en el Papaya Bar, además de rendirle pleitesía a la botella de ron antillano Trois Rivières, manténgase fuera del alcance de los paladares mínimamente educados, teníamos la posibilidad de movernos al ritmo de la música tropical, aferrados con mayor o menor destreza, a algún contorneado cuerpo femenino, en su mayor parte, francesas ávidas de la exótica diversión que proporcionaban, con natural encanto y escasos modales, los varones latinos que acudíamos al local.

Remigio, como el bebé que nace de pie, cayó en nuestro regazo, como el náufrago se aferra al tablón, y por primera vez después de varios días de taciturno rictus, consiguió aflorar la luz a su rostro y el espasmo en su vientre producto del destilado de caña martiniqués.

Estaban los compases de salsa en su máximo esplendor, cuando se acercó a mí una de las francesas habituales en este antro, mademoiselle Valérie Chamrousse, una divorciada treintañera, abogada de profesión, de piel blanca y monedero lleno, que tras su burguesa sonrisa, me preguntó sobre nuestra reciente adquisición en el catálogo varonil del Papaya Bar.

–Se llama Remigio Guijarro Tzompantli –le dije en mi refinado acento francés del sur…de los Pirineos.

–¿Comment? –la mandíbula inferior de mademoiselle Chamrousse, perdió su estabilidad, proporcionándome un estupendo panorama de sus amígdalas.

– Il s’appelle Remigio Guij…le potro, il s’appelle le potro–.

Ni en siete generaciones de francesas damiselas burguesas, posteriores a la Chamrousse, hubieran sido capaces de pronunciar con mediana corrección el nombre y los apellidos de mi amigo mexicano.

Intenté advertir a mi interlocutora, de las dificultades de comunicación verbal que tendría con Remigio, no importó, en un abrir y cerrar de ojos la Chamrousse estaba en la pista de baile, de la mano del potro, en una extraña danza en la que se mezclaban los  pasos de minuet y de son jarocho. Instantes después, les vimos entregados a una sorprendente plática, con los decibelios de la música y las dificultades idiomáticas de ambos, todos juramos que, como su baile, deberían mezclar el precio de las acciones de Crédit Agricole, con las quesadillas de chicharrón. Pero el asombro fue mayúsculo, cuando los vimos desaparecer por la puerta del local diez minutos después.

A mis amigos y a mí, sólo se nos ocurrió brindar con el enésimo trago de Trois Rivières al grito de ¡Viva México cabrones!

Acabada la velada salsera, como a menudo hacíamos, nos quedamos en el bar, ya cerrado al público en general, tomando la penúltima y aún atónitos con las dotes seductoras de nuestro nuevo compañero, me río yo de Cyrano, estrujándose los sesos para rimar cuartetos en honor a su amada Roxana, una sonrisa y dos pasos de son jarocho fueron suficiente argumento para seducir a la burguesa abogada de piel blanca y monedero lleno. Estábamos disertando sobre el misterio femenino, ilusos, cuando oímos que aporreaban la puerta del bar, saltamos de nuestras sillas al comprobar que quién lo hacía era el mismísimo potro jarocho, despeinado y en camiseta, cuando la temperatura exterior no debería superar los tres o cuatro grados centígrados. Cuando conseguimos calmarlo, nos explicó que la Chamrousse se había desmayado en la cama, una atronadora ovación por parte de la camaradería fue la respuesta, pero el potro se puso a gritar como loco.

–¡No mamen cabrones, está sacando espuma por la boca!

Remigio Guijarro Tzompantli, tuvo su primera experiencia amorosa en Francia, con una epiléptica, sin saber medicina, sin saber hablar francés y esas experiencias, sin duda, marcan de por vida, él no fue una excepción.

Mi amigo el chueco habló con su esposa, doctora en medicina, quien atendió a la mademoiselle Valérie Chamrousse y por fortuna todo quedó en un simple susto. Nunca sabré qué pasó por la cabeza del potro, cuando entregado a sus embates amorosos, provocó un ataque de epilepsia a su partenaire. Lo que sí sé, es que mademoiselle Chamrousse, se convirtió en madame Guijarro, también estoy seguro, que a pesar del tiempo transcurrido sigue sin saber pronunciar su apellido de casada.

Volví a colocar, por orden de caída, las fotografías en la caja metálica, que alguna vez contuvo un delicioso arsenal de tentadoras galletas de mantequilla, hasta la próxima vez en que pueda sonreír por encontrar lo inesperado.

                                                                                          Ángel Descalzo, 3 de abril de 2013

LA DECISIÓN DE SEAN THORNTON

Anoche el maestro se despidió de mí, con una de sus frases lapidarias que me tuvo pensativo buena parte de la madrugada: –si quieres otear el horizonte con claridad, no te rasques la nuca.–

Al llegar a mi casa, pude rescatar de entre el polvo que protege del óxido y la carcoma la estantería dónde guardo mi música y mi cine, una película de 1952 El hombre tranquilo (The quiet man), dirigida por John Ford.

En ella, John Wayne interpreta a Sean Thornton,HOMBRE TRANQUILO un antiguo boxeador que decide retirarse, después de que durante un combate, su rival pierde la vida por los golpes recibidos. Intentando huir de ese recuerdo, Thornton regresa a Innisfree su pueblo natal en Irlanda, de donde emigrara en su niñez hacia los Estados Unidos. La imagen idílica que tenía de su cuna, se resquebraja nada más llegar, al darse cuenta de que las costumbres de sus habitantes, nada tienen que ver con las adquiridas en América.

Para poder conseguir sus objetivos, deberá recurrir a su fantasma del pasado, el boxeo, para defender su amor y su honor. Consigan la película y disfruten del buen cine.

Las dudas actuales, que nos producen nuestros errores del pasado, se convierten en un incómodo lastre, si no somos capaces de darles la vuelta y ponerlas de nuestra parte.

Recuerdo a mi amigo Eleuterio, cuando se tatuó en su muñeca derecha, el nombre de su amada; NATI. Todos estábamos de acuerdo, en que aquella decisión de grabarse en la piel el nombre de su amor, era un traspiés producto de la pasión juvenil, y que tarde o temprano acabaría arrepintiéndose. El tiempo nos dio la razón, en parte, Eleuterio descubrió a su Nati, entregada con pasión y poca ropa, a los brazos de su profesor de Náhuatl.

Eleuterio tras unos días de dramático sentimiento de traición, en el que llegó a barajar la posibilidad de amputarse medio brazo, afortunadamente, y gracias a la enésima borrachera que debimos compartir esa semana, mientras aliviábamos la presión en nuestras vejigas, en el mingitorio de la cantina, viéndose el tatuaje mientras sujetaba su miembro, nos obsequió a los presentes con una sonora carcajada, precedida de un no menos atronador eructo, tenía la solución a su problema.

Lejos de padecer el error toda su vida, desembarazándose de su ultrajada muñeca por la labor quirúrgica del bisturí, le dio la vuelta al inconveniente, nos dirigimos al Tattoo Center y ordenó que dibujaran un Sol al final de la palabra TONATIUH (Sol en la lengua de los aztecas).

Eleuterio tomó la decisión de Sean Thornton.

Los errores no dejan de ser eso, errores, mientras nos lamentamos de ellos, permitiendo que condicionen nuestras decisiones posteriores, el secreto es darles la vuelta y convertirlos en nuestros aliados, para no tener que rascarnos la nuca mientras oteamos el horizonte de nuestro futuro.

Para eso, como hizo mi amigo Eleuterio, como espero hacer yo y como alguno de mis queridos lectores deberá hacer, lo más saludable será tomar la decisión de Sean Thornton.

                                                                                 Ángel Descalzo, 28 de marzo de 2013

DE ABANICOS Y ZAPATOS DE CHAROL

pareja danzonLa baqueta se precipitó sobre el tenso cuero del timbal; uno… pausa, dos… pausa, tres, cuatro, cinco, seis, redoble. Giré la cabeza hacia el escenario, en el instante en que los instrumentos, como diría el maestro –descuadrados – porque para el maestro, que en eso era excesivamente puntilloso, la mayoría de orquestas, orquestinas, bandas y demás conjuntos musicales, casi siempre tocaban descuadrados; arrojaban sus primeros acordes en dirección de la pista de baile, del Salón Los Ángeles. El sonido de los abanicos se emulsionaba con los primeros compases de la música, sin desequilibrio, haciendo parte imprescindible del ritual. Basta con cerrar los ojos y escuchar los matices que componen la totalidad del conjunto. Los pies envueltos en charol, se deslizaban sobre la duela, enriqueciendo la melodía de las notas débiles y respetando con matemática reverencia, la aparición en cada compás de las fuertes. El aleteo de los abanicos acariciando los alientos de los danzantes, convertía la atmósfera en un fluido único, común, familiar, como si todos se hubieran sentado alrededor de una majestuosa olla, para compartir el mismo alimento. Las miradas, las sonrisas, los saludos con un elegante movimiento de cabeza, tienen su propio sonido, que se entremezcla silenciosamente con la melodía.

–Fíjate bien en las parejas bailando –me dijo el maestro –fíjate bien, el danzón es como las matemáticas, pero sin trigonometría, no hay ángulos, ni vértices, ni aristas que puedan rasgar los movimientos de los que se dejan llevar impulsados por la cadencia, todo se basa en la elegancia del arco y la circunferencia, respetando la métrica que se dibuja en los pentagramas de la partitura. Observa sus movimientos, se asemejan a un pedazo de mar, en el que las olas han sido trazadas con la ayuda del compás y el transportador, pero como si el dibujante tuviera principio de Parkinson, es deliciosamente imperfecto.

Mira la pareja de jóvenes que baila a nuestra izquierda, él está exhibiendo ante los demás a su compañera de baile, en el fondo hay cierto aire de provocación hacia los otros hombres, durante cuatro minutos es mía y lo muestro ante todos, él sabe que no es cierto, que durante cuatro minutos, si quiere volver a bailar con ella, deberá utilizar movimientos a gusto de la fémina. Pero ya sabes que a los hombres nos cautiva, de vez en cuando, sentirnos poderosos ante los demás… puro teatro. Ella a diferencia de su pareja, se exhibe ante mujeres y hombres, buscando ese equilibrio entre la sensualidad y la elegancia, que no siempre es fácil de conseguir, la línea que delimita lo vulgar o lo aburrido es peligrosamente delgada, si no se sabe mantener en ese punto de equidistancia, posiblemente la tachen de ramera exhibicionista. También hay un grado de envidia, si yo hubiese sido mujer, en un momento así, me hubiera gustado sentirme Rita Hayworth interpretando a Gilda, o Marilyn Monroe parada sobre las rejas de ventilación de la calle.

Al final, en el baile, llega un momento que nos quitamos la máscara y enseñamos lo que somos, lo que nos diferencia es la dignidad con que mostramos nuestros apellidos.

La orquesta danzonera, remató con el último acorde el danzón con el que concluía el baile en el Salón Los Ángeles, todos los presentes fueron desfilando hacia la salida, volví a cerrar los ojos y repasando las palabras de mi maestro, quedaron en mí dos sonidos inconfundibles, que evocan la personalidad del danzón, la melodía de los abanicos y los zapatos de charol.

Ángel Descalzo, 25 de marzo de 2013