Hubo una época en mi vida, así le comentaba a mi vecino y maestro, que la felicidad la cuantificaba en la cantidad de amigos que tenía. Caminar por la Rambla y detenerme cada diez pasos para saludar a alguien, era un ejercicio de autosatisfacción, casi tan placentero como dedicarle el sagrado néctar al mismísimo Onán.
Posteriormente, la contabilidad de mis relaciones humanas y por consecuencia mi ratio de felicidad, cambió de cuenta, pero sobre todo cambió de género y de dedicatoria. A pesar de no ser la reencarnación de Douglas Fairbanks, supe mantenerme con buenas cifras en el Haber. Cambiar mi Mary Pickford cada mes, suponía la cantidad suficiente de endorfinas, para poder llenar dos bolsas de mi propia vanidad.
Como no podía ser de otra forma, todas estas prioridades tuvieron su fecha de caducidad, en una ciudad pequeña como la mía, las Pickfords, con su número limitado, tarde o temprano aprenden a conocer el percal, dejan de rascar en el albero y hacen hilo buscando el interior de la taleguilla, derrotando con el pitón más afilado.
Definitivamente, tuve que tomar el hatillo y buscar nuevos horizontes.
El camino ayuda a replantearte las perspectivas; curiosamente el dolor de piernas, producido por la marcha en solitario, era directamente proporcional al nacimiento de nuevas vías para el encuentro con mi felicidad, así lo creía.
Iluso.
Fueron abriéndose en mi vida nuevas cuentas de orden, deudoras y acreedoras por supuesto, y con mayor o menor rentabilidad iba cerrando balances anuales.
Mientras me escuchaba, el maestro arrugaba la nariz, intuyendo el final de la película.
–¿Fuiste digno de toda esa supuesta felicidad? –me preguntó sabedor de mi respuesta.
–A eso iba. No hay mejor psicoanalista que un espejo bien iluminado frente a ti. Tuve la tentación de huir de nuevo y lo que hice fue llamar a todos mis amigos, o lo que quedaba de ellos, a llenar mi casa. Pero el espejo seguía reflejando la misma imagen.
Recordé entonces, varios consejos que, infructuosamente en esa época, me había dado mi padre, entre ellos uno que me decía con media sonrisa en su cara; nunca uses calzoncillos demasiado estrechos, ni cuajes una tortilla en un dedal, o acabaras con los huevos desparramados. Esta sabia y poco poética lección de vida, acudió a mi rescate muchos años después, cuando fui capaz de descifrar el mensaje.
La dignidad.
Así es, querido maestro, aprendí que en la vida se puede ganar, se puede perder, se puede… pero consiga lo que consiga, debo pasearlo con dignidad.
Después de aprender y gravar a fuego en mi cabeza esta lección, fui capaz de quedarme mirando el reflejo de mi espejo inundado de luz y grité con seguridad… pero tú quédate.
Ángel Descalzo, 21 de marzo de 2013
Querido Angel: Realmente me encantó, además tuve la oportunidad de identificarme con muchos detalles, eso es la vida, pero como muy sabiamente escribiste, finalmente lo que cuenta, es la dignidad. Te felicito.
Lupita.
Muchas gracias Lupita por tu comentario, ese es el camino, según creo, acertar o errar, pero siempre dignamente.
Muy hermosa reflexión. Nada es más satisfactorio que recordar lo que hemos vivido y reconocer los puntos a favor y en contra, pero seguir allí, dispuestos a continuar con la frente en alto. Por cierto, eso de compartir tu talento literario con los demás hace que tu imagen frente al espejo sea mucho más definida y clara. Felicitaciones.
Gracias Lolita, la contrapartida de poder ver una imagen clara y definida frente al espejo, es que con la edad, cada día descubres una nueva arruga. Pero ya se sabe que eso va en el contrato…
Definitivamente me has atrapado con tus relatos Angel y efectivamente cuando carecemos de experiencia, tendemos a ponderar mas la cantidad que la calidad sin embargo al paso de los años comprendes que todo se puede perder en la vida menos el estilo y el de la gente bien nacida es precisamente la dignidad. Saludos.
Chela
Muchas gracias Chela, y además la dignidad, nadie nos la puede arrebatar… Un beso.