EXAMEN PROFESIONAL (Microrrelato)

Nos han mandado en la escuela, que cada uno escoja el objeto del examen de fin de curso. Lo cierto es que en parte me parece una ventaja, pero por otra me causa cierto temor poder crear lazos con lo que me llevará al título soñado, una mala elección podría condicionar el resto de mi carrera.

Ni te digo si escojo lo ya conocido, lo que desde hace tiempo es parte de mi entorno.

Nunca imaginé que fuera tan difícil decidir la tripa de mi examen profesional. Sabía que en la escuela especializada “Jack the Ripper” no te regalan nada.

Ángel Descalzo Fontbona – Junio 2020

COVIPETULANTES

 

niña radioDesde que tengo uso de razón, frase a veces tan poco real, mejor diré desde muy niño, la radio ha sido parte importante en mi vida.

Las tardes de sonido a transistor, a máquina Singer y a los comentarios de mi madre que casi nunca estaba de acuerdo con los consejos que se daban en el consultorio de Doña Elena Francis, construyeron una relación entre la radio y yo que dura hasta estas fechas y la que no creo que nunca se llegue a romper.

Echando una mirada hacia atrás vienen a mi mente muchas noches de insomnio resuelto por el sonido de los programas hablados para que, como fórmula milagrosa, me abandonara en los necesitados brazos de Morfeo.

Ahora, en estos tiempos de confinamiento, me acompaña entre otros momentos en mis paseos matinales alrededor del jardín, que por fortuna, puedo disfrutar frente a mi casa.

Esta mañana, entre otras cosas, entrevistaban a un joven que, en la madrileña tarde de ayer y viendo que se había formado una manifestación en una calle del burgués y tradicionalista barrio de Salamanca, al grito de entre otras proclamas en contra del actual gobierno español, la hermosa y mil veces mancillada palabra libertad. El joven en cuestión, al amparo de que ayer domingo fue el día internacional contra la homofobia, se sintió protegido por la, de nuevo, hermosa y mil veces mancillada palabra libertad, se enfundó su bandera arcoíris en la espalda y salió a la calle a sentirse arropado por sus vecinos.

Con voz triste, el joven explicaba en las ondas que nada más pisar la calle desde el portal de su casa, las miradas de muchos transeúntes se enfocaron hacia su silueta, envuelta en la bandera que mejor lo representa como ciudadano del mundo. De manera instantánea las miradas atónitas de los que gritaban el deseo de liberación, cambiaron el registro de sus palabras, para escupir varios improperios directamente encaminados hacia la sugerida opción sexual del joven y posteriormente la invitación a que abandonara ipso facto el espacio que estaba queriendo compartir con la tan noble e ilustre marcha.

El joven en un acto de orgullo, que en este caso fue gay, pero pudo haber sido hétero, bi o cualquier opción, siempre con la valentía suficiente o el amor propio necesario, tomó la decisión de permanecer en mitad de la calle, comenzando a ejecutar una danza entre ridícula y macabra que consiguió enfurecer más aún a la noble cofradía burguesa que transitaba por las calles del encopetado barrio de Salamanca al grito, insisto, de la hermosa y mil veces mancillada palabra libertad.

Para los covipetulantes, la libertad acaba en donde finaliza su idea de bienestar, su estatus de confort, de abundancia, de holgura, de pensamiento estrecho. Son seres que, en su mayor parte, piensan que las normas están redactadas para que las cumplan los demás, que cualquier variedad que pueda perturbar sus encajonadas y acomodadas vidas, no es aceptable, ni por supuesto, tolerado y por lo tanto debe desaparecer, al menos, de su entorno.

Cuando acabe esta pandemia, los covipetulantes aunque pierdan el prefijo, eso será la mejor noticia para todos, seguirán escupiendo sobre la diferencia y manchando en cada sílaba la hermosa y mil una veces palabra libertad.

Mi desprecio por ellos será eterno, así como mi amor y gratitud a la radio, mi libertad.

Ángel Descalzo Fontbona, mayo 2020 (año del confinamiento)

barrio salamanca

 

 

COVIDIOTAS

trump

Hoy a la hora del ya institucionalizado vermut, que a diario he venido respetando desde mi primer día de confinamiento, a nadie le puede perjudicar en exceso una cerveza fría y unas patatas fritas para poder asimilar las noticias del telediario de la noche en mi añorada tierra, me puse a reflexionar sobre el alarmante aumento de la estupidez humana en tiempos de pandemia.

Al tercer trago de mi espumosa aliada de las dos de la tarde, el periodista anunciaba con sobriedad, que la policía madrileña había intervenido en cuatrocientas fiestas en domicilios y multó a noventa y siete grupos por organizar botellones en calles, plazas y rincones de la capital española. Lo cierto, es que no entendí muy bien lo que significaba multar a noventa y siete grupos, significaría que ¿la totalidad de los integrantes de cada uno de ese casi centenar de reuniones callejeras debía pagar una multa? O acaso ¿la sanción la pagaba una figura legal algo difuminada como una asociación botellonera (noventa y siete en este caso) y se presentaría en día de actos un representante legal de la misma? Lo cierto que nadie ha sabido aclararme este punto que me tuvo pensativo media cerveza y varias patatas fritas.

Lo otro, las fiestas domiciliarias, entiendo que el propietario del inmueble es el destinatario de la punición pecuniaria.

Recordé por automatismo las palabras que más de una vez oí pronunciar a mi maestro de música en relación con lo insospechado que se comporta el cerebro humano en situaciones de estrés colectivo y siempre complementaba su reflexión, con alguna de las amargas anécdotas que vivió en su infancia, cuando los bombardeos de los aviones alemanes entregaban con generosidad el dolor, el pánico y la desesperación entre sus vecinos camino de los refugios subterráneos.

Ni te imaginas de lo que somos capaces de hacer en esas circunstancias, cuando el horror brota en los rostros, pero los corazones se desbordan de generosidad hacia quienes te rodean.

No quiero imaginar la cara de decepción que esbozaría mi maestro si estuviera aún aquí y conociera estas noticias de ayer en Madrid.

Claro que, en el transcurso del noticiero, descubres las palabras, sin sonrojarse, de la presidente de esa misma comunidad autonómica, explicando que la letra d de Covid-19 significa diciembre. Al final tenemos lo que merecemos en casi todas las ocasiones.

Estamos y tenemos, y eso no es desde el inicio de la pandemia, si no desde hace bastantes años, la sociedad que, por dejadez, por displicencia diría el maestro, hemos dejado crecer como un monstruo que se alimenta, en este caso, de la idiotez de las mujeres y hombres que formamos esta sociedad. Una sociedad dominada, lamentablemente, de idiotas y permitidme que me robe el calificativo que ya han empleado en algún rotativo en esta mañana de lunes y aduciendo a esta temporada de confinamiento, una sociedad dominada por covidiotas.

El peligro de la covidioticracia nos ha asaltado y tomado sin un remedio a corto plazo que nos haga albergar esperanzas de cura.

Seguro que necesitaremos algo más que el VIH lopinavir-ritonavir, el medicamento para la hepatitis ribavirin y el tratamiento para la esclerosis múltiple interferón beta, para quitarnos del medio esta pandemia y sus secuelas secundarias, las grandes empresas farmacéuticas que investigan el mejor remedio, deberán añadir en la composición de esos medicamentos y vacunas deseadas; unos gramos de poesía, de las de Ángel González, algunas gotas de pintura, los colores de Velázquez funcionarán y como excipiente las notas de cualquier parte de la Flauta mágica de Mozart. Creo que con todo eso servirá para atacar con fuerza el virus de la covidiotez.

Pero mientras tanto, deberemos seguir protegiéndonos de todos esos peligros, aunque en Madrid y en otras tantas ciudades de nuestro maltratado mundo, los infectados de este nuevo patógeno, se sigan juntando en fiestas, botellones, ruedas de prensa y parlamentos.

Y que yo lo siga viendo a las dos de la tarde, con mi cerveza fría y mis patatas fritas.

 

Ángel Descalzo Fontbona – Mayo 2020 (año del confinamiento)