Cuando eres un profano en alguna de las disciplinas del arte, no tienes la capacidad de disfrutar de cada detalle que comporta el todo de la obra que tienes delante.
Una pintura, un libro, una pieza musical o cualquier otra creación, sin la educación necesaria, la podemos degustar saboreando su totalidad, pero nunca podremos llegar a alcanzar la plenitud de paladear cada matiz que compone ese conjunto.
Para un entendido, la navaja tiene un doble filo; en primer lugar, tener los conocimientos suficientes en alguna materia, te permite diseccionarla hasta el último átomo que la compone y degustarlos de la forma que en ese mismo momento te lo solicite el estado de ánimo, la prisa o lo que se le dé a tu real gana. Por el contrario si lo que tiene delante el conocedor carece de la calidad suficiente pare éste, aunque para los ignorantes como el que maneja esta humilde pluma, sea algo extraordinario, porque sólo tenemos la capacidad de analizar un todo, la insatisfacción se apoderará del consumidor de la obra de arte.
Hace poco tuve una enriquecedora charla con un erudito en música, me estuvo hablando sobre el género de los instrumentos y las piezas musicales. Mi maestro me intentó abrir los ojos, para que supiera discernir entre un instrumento o un tema musical hembra o varón. Me explicaba con generosa paciencia, que cada instrumento elige su propio sexo en el momento que es fabricado, por ese milagro merece que se diga concebido. Nadie sabe cuál es la razón por la que cada uno elige ser de una manera o de otra. Y es que en la música siguen habiendo tantos misterios como en la vida de Jesucristo.
Es que cada uno tiene su propia alma, me explicaba con infinito estoicismo, ante mi más que demostrada ignorancia en el asunto. Lo mismo se aplica a cada pieza musical compuesta a lo largo de la historia, y según mi admirado maestro, se necesita el género de instrumento para que cada composición suene de manera adecuada y tenga la capacidad de emocionar a los que, no como yo, saben degustar estos platos separando cada grano de especia y cada molécula de sabor.
Todo esto me hizo pensar que la teoría del maestro de música, es aplicable a todas las disciplinas del arte, pensé que un lienzo o el tipo de pintura o carbón que se aplica sobre él escogen por ese mismo misterioso milagro su propio género. Imaginé que un cuadro de Murillo no puede tener ni un gramo de testosterona y por el contario los frescos de la Capilla Sixtina carecen de estrógenos.
Y no digamos en la literatura, ¿Imaginan un poema de Lord Byron, al que le tuviéramos que afeitar la barba para poder leer la siguiente estrofa? ¿O un soneto de Quevedo que cada veintiocho días debiéramos guardarlo porque nos podría manchar las tapas del libro?
No cabe en mi cabeza.
Seguramente alguien de los sufridos lectores de esta columna dirá que me he vuelto loco. No se lo tengo en cuenta, pero pensar en lo que el maestro de música me enseñó, motiva a querer profundizar en el conocimiento de todo lo que nos rodea y los primeros deberían ser nuestros políticos. Si se dedicaran a redactar más artículos de las leyes de cada comunidad con olor a Chanel número cinco, posiblemente, nos iría mejor a toda la humanidad. Pero ese trabajo aún va a necesitar toneladas de paciencia y ganas de cultivar a nuestros mandatarios.
Estaba mirando la pluma con la que escribo estas líneas y me pregunto si debo realizar una prueba de ADN, para conocer su sexo. Pero creo que ustedes queridos lectores, me darán la respuesta.
Ángel Descalzo (Fragmento de la novela Almendra. Julio 2012)
Ya tienes a una admiradora incondicional. Si tienes tiempo, y en relación a lo que explicas en el «artículo» lee el libro El maestro del Prado de Javier Sierra. Un abrazo
Muchas gracias por tu comentario, en cuanto acabe el Tango de la Guardia Vieja, me voy con Javier Sierra, gracias de nuevo.
Me encanta tu «descripción», es buenisima.
Que bien chaval…. agrega que también sabes hacer hallacas….. jejejeje
…y bollo pelón